Es impresionante el mundo de los grandes músicos. Tanto como injusto. Para quien no lo conoce es difícil de imaginar la pasión, la vocación y el sacrificio que llenan esta silueta.
El ídolo de aquel niño también era su abuelo, que era músico. Él, como no abarcaba un violín, con solo dos años ya le arrancaba sonidos a las perchas del armario. Como tantos otros, con solo ocho años (piensa en tu hijo o sobrino cuando tenía esa edad) se fue a Londres para estudiar en una gran academia, regresó a Madrid soñando con ver a su madre y poder volver a comer la comida casera que ella le hace. Pero un profesor ve que hay madera de gran músico y se lo lleva a Nueva York. Todavía es un niño y sus padres no soportan dejarlo solo otra vez. Venden su casa para poder acompañarlo, el niño enferma, regresan, sana en casa, se vuelve a ir…
Así es su vida. Horas y horas al violín. Horas y horas de estudio. Miles de kilómetros para recibir unas clases de un gran maestro. Muchos días de ensayo para darle lustre a un ciclo musical en León, para encabezar el elenco de una nueva formación en esta tierra.
En silencio. Sin un solo aspaviento. Cobra un porcentaje de la taquilla, realmente toca por amor al arte.
Y cansado llega al hotel. Enciende la televisión y un tipo que no sabe lo que es una partitura ocupa horas y horas, cuenta que tiene novia.
Y afirma ser músico.