Tampoco es manco gestionar un espacio público dedicado a la programación cultural, que sirva a una comunidad, que forme parte de su historia y con el que esa misma comunidad cuente para mejorar su calidad de vida, escuchando buenos conciertos o viendo buenas obras de teatro. El comunicado de La Red Española de Teatros, Auditorios, Circuitos y Festivales de Titularidad Pública explica muy bien la problemática de un sector que no es tan fácilmente sustituible por una plena iniciativa privada o incluso por la colaboración entre administraciones y mecenas. Si a ello le añadimos asuntos turbios —de nuevo la SGAE, que o cambia o muere, y ahora el Festival de Mérida, con lo que tiene de emblema— que afectan a la reputación de quienes siempre la tuvieron dudosa pero también —y bien injustamente— de aquellos que han demostrado a lo largo de su carrera una trayectoria intachable, nos encontramos con que el apoyo a la cultura va a acabar teniendo muy mala prensa ante una ciudadanía que tiene necesidades más imperiosas que defender. Y eso no debe ser así. Con toda justicia destacaba el jurado de los Premios Líricos Fundación Teatro Campoamor en su acta de los premios de este año “el esfuerzo de los teatros, temporadas y festivales líricos españoles que, en una época de grave crisis económica, y conscientes de su papel en la industria cultural española, luchan por seguir manteniendo vivo el protagonismo de la ópera y la zarzuela en sus programaciones”.
Para completar el panorama se anuncia, coincidiendo prácticamente con la refundición de los ministerios de Educación y Cultura, el cambio de figura de las ayudas a la edición de revistas culturales, que va a pasar de la compra de ejemplares destinados a bibliotecas a la subvención. Las consecuencias para esas bibliotecas son obvias, desde el punto en que deberán suscribirse a las revistas si quieren seguir recibiéndolas, y ya sabemos cómo andan de fondos. Y para las propias revistas el riesgo no es otro que lo volátil —en todos los aspectos— de un procedimiento que no les garantiza nada. Habrá quien diga que el que quiera cultura que se la pague. Ya lo hace, y gracias a esas ayudas —que igualmente disfrutan otros sectores de nuestra industria, cultural y de la otra, de un modo u otro— a un precio bien razonable. Y si el sistema de subvenciones cae no quedará más remedio que o multiplicar sustancialmente ese precio en las ediciones en papel o renunciar a éstas y centrarse exclusivamente en la edición digital. Esto último requeriría seguramente de otro tipo de ayudas, las dedicadas a las llamadas industrias culturales —que incluyen, por ejemplo, a la moda, competencia invencible—, igualmente en discusión. La tercera posibilidad es la de cerrar directamente y aportar así nuestro granito de arena a la, al parecer, única devaluación posible.